Aunque os cueste creerlo, el día que decidimos calentar un potito de bebé para cenar, Éire aún no había nacido. De hecho, faltaban casi tres años para que lo hiciera. Eso sí, el viaje nos marcó tanto, que la isla le puso el nombre a nuestra hija.
Habíamos encontrado unos vuelos baratísimos a Irlanda. Tan baratos como 6 € ida y vuelta cada uno. Así que el viaje tenía que seguir por los mismos derroteros: economizar al máximo. La primera noche en la isla la pasamos en un pueblecito en el que todo estaba cerrado salvo una pequeña tienda. Y lo único que podíamos utilizar para cenar eran los potitos de bebé que vendía.
Al llegar al Bed and Breakfast en el que íbamos a dormir solo se nos ocurrió una manera de calentarlos: atar los botes a los cordones de las botas y meterlos en el hervidor de agua (ese que sirve para prepararte un té) para hacer una especie de Baño María de lo más rústico.
Esa noche cenamos caliente, los cordones de las botas sobrevivieron al agravio y nosotros no nos quemamos. Utilizamos este sistema muchas noches más durante ese viaje. Años después, una técnica similar y mejorada la utilizamos para calentar los potitos de Éire en Vietnam. De todo se aprende.
Qué bueno!
El hambre aguza el ingenio, ¿eh? ¡Genial idea! Podríais haberlo comido frío, pero así seguro que sabía mucho mucho mejor. Y después del esfuerzo… ¡más! 😉
Un amigo aleman cocía los macarrones en una jarra de estas, sin cordones de zapatos ni nada!